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Cómo vivir juntos, eso que Barthes indagó en unos de sus cursos en el Collège de France, es la cuestión que vuelve de manera insistente a lo largo de Onnainty. El texto mismo surge a partir de dos maneras distintas de estar juntos, de dos formas diferentes de experimentar la comunidad: el viaje de alguien –digamos un actor, digamos fotógrafo, digamos un poeta- a una quinta en la periferia de la ciudad de Buenos Aires para hacerse cargo del cuidado de un hogar transitorio de perros; el encuentro azaroso entre la galaxia-Onnainty y la galaxia-Alemian, dos estilísticas de la existencia con sus formas peculiares, con sus historias, sus marcas y sus diferencias, sus recurrencias y sus obsesiones.
¿Qué leemos, o mejor, a quién leemos en esta interferencia de mundos? ¿Leemos a Onnainty, con sus búsquedas estéticas y sus peregrinaciones suburbanas? ¿Leemos a Alemian, con su fascinación por el detalle y por la precisión? ¿Cuál de los dos escribe estas páginas? Al acercarnos al texto nos damos cuenta de que tal vez esas dos preguntas sean superfluas. Leer Onnainty, en efecto, es instalarse en un lugar en el que la pertenencia de la voz, la participación en un género, la garantía asociada con un nombre propio, con un cuerpo autoral, se ponen en cuestión. Y es que Onnainty, el texto y sus voces, se instala en el umbral en el que la literatura quiere ser otra cosa, pero para llegar por otros caminos a ella misma. Quiere ser una cámara, como las que se usan en el relato para fotografiar diferentes formas de vida. Quiere ser un registro. Quiere ser el lugar utópico en el que dos voces se destilan en una. Quiere ser, en definitiva, lo más intenso que puede proponer: la escucha atenta y fascinada de la palabra del otro.
Diego Bentivegna
Onnainty de Ezequiel Alemian
Cómo vivir juntos, eso que Barthes indagó en unos de sus cursos en el Collège de France, es la cuestión que vuelve de manera insistente a lo largo de Onnainty. El texto mismo surge a partir de dos maneras distintas de estar juntos, de dos formas diferentes de experimentar la comunidad: el viaje de alguien –digamos un actor, digamos fotógrafo, digamos un poeta- a una quinta en la periferia de la ciudad de Buenos Aires para hacerse cargo del cuidado de un hogar transitorio de perros; el encuentro azaroso entre la galaxia-Onnainty y la galaxia-Alemian, dos estilísticas de la existencia con sus formas peculiares, con sus historias, sus marcas y sus diferencias, sus recurrencias y sus obsesiones.
¿Qué leemos, o mejor, a quién leemos en esta interferencia de mundos? ¿Leemos a Onnainty, con sus búsquedas estéticas y sus peregrinaciones suburbanas? ¿Leemos a Alemian, con su fascinación por el detalle y por la precisión? ¿Cuál de los dos escribe estas páginas? Al acercarnos al texto nos damos cuenta de que tal vez esas dos preguntas sean superfluas. Leer Onnainty, en efecto, es instalarse en un lugar en el que la pertenencia de la voz, la participación en un género, la garantía asociada con un nombre propio, con un cuerpo autoral, se ponen en cuestión. Y es que Onnainty, el texto y sus voces, se instala en el umbral en el que la literatura quiere ser otra cosa, pero para llegar por otros caminos a ella misma. Quiere ser una cámara, como las que se usan en el relato para fotografiar diferentes formas de vida. Quiere ser un registro. Quiere ser el lugar utópico en el que dos voces se destilan en una. Quiere ser, en definitiva, lo más intenso que puede proponer: la escucha atenta y fascinada de la palabra del otro.
Diego Bentivegna
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